Etnicidad, representación y territorio
La crisis política en curso es eminentemente política y su motor no residen en necesidades materiales. Solamente Boluarte, la mayoría del Congreso y la derecha más dura y recalcitrante, ignoran o fingen ignorar el contenido de los acontecimientos que movilizan al país desde hace cien días.
Lo dicen las encuestas y también las poblaciones movilizadas: rechazo al gobierno de Boluarte-Congreso y exigencia de adelanto de elecciones. Además, sectores importantes plantean un referéndum sobre la convocatoria a una Asamblea Constituyente. Incluso, se escuchan voces pidiendo el regreso de Castillo a la Presidencia de la República. Cuando Boluarte confiesa púbicamente que no entiende porque la gente protesta, se le puede responder con el título de un texto de Ramón Pajuelo que dice “Es la política, estúpida”.
Por otro lado, es evidente que hay profundas necesidades materiales y un malestar fundado en carencias de diverso tipo. La pobreza estimada por ingresos monetarios es más alta en las provincias rurales del Perú que en el resto del país, mientras que los niveles desarrollo humano (IDH) y de densidad o presencia del estado (IDE) son menores en el Perú rural, y eso incluye a las provincias movilizadas del Sur Andino. Importa resaltar que estas carencias existen y generan malestar, pero no son la razón de la protesta, pues ésta se halla en el plano político.
Por su lado, el origen inmediato de la crisis actual ha sido señalado por todos los analistas. Las poblaciones rurales votaron masivamente por Pedro Castillo en las dos vueltas del 2021 y han entendido que se ha robado su victoria. En todo momento, desde el resultado de la segunda vuelta y el inicio mismo del gobierno, Castillo fue ninguneado y choleado por sus adversarios. Además, las mismas poblaciones rurales han sido maltratadas malamente al ser acusadas de corrupción por participar en un fraude, de idiotez por dejarse manipular y de ignorancia por votar sin saber qué hacían.
También hay un creciente consenso sobre el comienzo de la crisis actual que se sitúa en 2016 cuando- en el marco de las ambigüedades en el diseño constitucional de la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo- Keiko Fujimori y Fuerza Popular decidieron tumbarse a Pedro Pablo Kuczynski con cualquier pretexto. Al hacerlo, abrieron la puerta a una situación caótica, todo gobierno que carece de mayoría congresal queda expuesto a una vacancia sin sustento ético o legal, basta juntar 87 votos.
Por otro lado, el componente identitario de la crisis y de las movilizaciones viene siendo motivo de debate entre las izquierdas. Este es un tema de primera importancia pues plantea el reto de formular propuestas de política pública y diseño del Estado que respondan a la demanda por reconocimiento que expresa la movilización popular.
Un punto de partida es constatar que la mayor participación en las movilizaciones por la renuncia de Boluarte, cierre del Congreso y adelanto de elecciones, corresponde a poblaciones indígenas aimaras y quechuas del Sur Andino, aunque se sumaron también poblaciones de otros territorios andinos y pueblos indígenas de la Amazonía, como los Awajun y los Wampis. En el caso de Puno, el 58% de la población se autoidentifica como quechua y el 34% como aimara. En las cuatro provincias del sur de Puno (El Collao, Chucuito, Yunguyo, Moho), la autoidentificación aimara supera el 90%. En Melgar y Azángaro, la autoidentificación quechua también supera el 90%. Es importante tomar en cuenta que esta autoidentificación es igualmente mayoritaria en zonas urbanas, y no solamente en áreas rurales.
Asimismo, las delegaciones que han llegado a Lima para participar de las protestas han encontrado en la identidad aimara o quechua una forma de presentación que unifica más allá de su diversidad en tanto campesinos, trabajadores, comerciantes, transportistas, mineros, estudiantes o empleados públicos. Por encima de su condición urbana o rural, su identidad reside en su ropa, en su música, en sus danzas, en sus wiphalas, sus carteles y sus pancartas. Son delegaciones de la comunidad tal o del distrito cual, y suman fuerza apelando a su etnicidad.
Aunque en la base hay malestar generado por la pobreza y la carencia de servicios básicos, esta protesta es parte de una afirmación identitaria que puede explicarse, aunque parezca paradójico, como resultado del proceso de crecimiento económico y de los procesos electorales de las últimas dos décadas.
Las poblaciones quechuas y aimaras han participado del ciclo de crecimiento económico de las últimas dos décadas. Como consecuencia, entre ellas se registra procesos de acumulación de capital y conformación de nuevas elites económicas locales. Ellas están participando/apoyando activamente las protestas en Puno y en Lima. David Roca ha sugerido que estamos ante la sublevación de una burguesía chola, que busca reconocimiento y espacio en el sistema de toma de decisiones del Perú.
En la experiencia internacional, hay ejemplos que permite hablar de procesos de autoafirmación de identidades y hasta apuestas independentistas como resultado del progreso económico -como el caso del País Vasco y Cataluña en España o de la Región Flamenca o Flandes en Bélgica. Más cerca, en Bolivia, las elites empresariales y sociales de Santa Cruz afirman la identidad Camba mientras que El Alto, capital del muy dinámico capitalismo popular boliviano, se afirma como capital aimara del país. En ninguno de estos casos la prosperidad material está negada con la afirmación identitaria. Al contrario.
Por su lado, las poblaciones que hoy protestan también han acumulado una frustración estrictamente política a lo largo de las últimas dos décadas. En el marco del derrumbe del sistema de partidos y emergencia de candidaturas independientes, la identificación con la persona que candidatea se vuelve más importante que su ideología, programa o plan de gobierno. En este marco, las poblaciones de las regiones y provincias que hoy protestan votaron por Alejandro Toledo el 2001, por Ollanta Humala el 2006 y el 2011, y por Verónika Mendoza en el 2016, quienes comparten un origen rural, provinciano y andino. En todos los casos, sea porque su candidato o candidata ganaron, pero traicionaron sus promesas de cambio (Toledo el 2001 y Humala el 2011) o perdieron (Humala 2006 y Mendoza 2016), ese voto no logró los resultados esperados.
El 2021 el voto identitario fue más fuerte que en las elecciones anteriores. Castillo logró 19% del voto nacional en primera vuelta, pero en las 43 provincias más rurales del país ese voto fue 45%. Y si en la segunda vuelta logró el respaldo del 50.44% a nivel nacional, en las provincias más rurales logró un impresionante 73%. Esas poblaciones sintieron que habían ganado y las expectativas eran muy altas. Pero, como se ha señalado, se estrellaron contra un muro racista y discriminatorio que se negó desde el inicio a reconocer su victoria y buscó tirarse abajo a Castillo. Por otro lado, es cierto que el gobierno del profesor fue un desastre de mediocridad, corrupción e inconsecuencia. Además, su ridículo golpe de Estado legalizó una vacancia que hasta entonces no tenía argumento constitucional válido. Pero el malestar ya estaba ahí, la semilla de la protesta estaba por germinar.
Podríamos pues estar ante la que Rodrigo Montoya ha calificado como “la primera rebelión abiertamente política de las comunidades quechuas y aimaras de nuestra historia” desde los tiempos de Túpac Amaru y Túpac Katari. Ciertamente no es la primera vez que estas poblaciones protestan en tiempos modernos. Todo lo contrario, hubo un largo ciclo de rebeliones campesinas contra el proceso de formación / expansión de haciendas en diferentes momentos de nuestra historia republicana. Y estas mismas poblaciones participaron activamente en las movilizaciones por la tierra en la Sierra Central y el Sur Andino en las décadas de 1960 y 1970 y pelearon por acelerar/profundizar la reforma agraria y por redistribuir las tierras en manos de las empresas asociativas en favor de las comunidades durante la década de 1980.
Más aún, si bien el eje central de esas movilizaciones fue la recuperación de las tierras apropiadas por las haciendas o concentradas en las empresas asociativas creadas por la Reforma Agraria, siempre estuvo presente una dimensión de autoafirmación identitaria frente a los poderes de turno.
Como le dice Hugo Blanco a José María Arguedas recordando las marchas campesinas a la ciudad del Cusco: “Cuánta alegría habrías tenido al vernos bajar de todas las punas y entrar al Cusco, sin agacharnos, sin humillarnos, y gritando calle por calle: “¡Que mueran los gamonales! ¡Que vivan los hombres que trabajan!”. Al oír nuestro grito los “blanquitos”, como si hubieran visto fantasmas, se metían en sus huecos, igual que pericotes. Desde la puerta misma de la Catedral, con un altoparlante, les hicimos oír todo cuanto hay, la verdad misma, lo que jamás oyeron en castellano; se lo dijimos en quechua. Se lo hicieron oír los propios maqt’as, esos que no saben leer, que no saben escribir, pero sí saben luchar y saben trabajar. Y casi hicieron estallar la Plaza de Armas esos maqt’as emponchados.”
La pregunta es cómo respondemos desde los proyectos de izquierda a los retos que nos plantea en términos de políticas públicas, representación política y organización del Estado. Qué haríamos en un gobierno de izquierda, más allá de atender los problemas más obvios relativos a lograr un nuevo diseño de las relaciones entre el Ejecutivo y el Congreso que garantice una mínima gobernabilidad al país.
Desde una perspectiva de izquierda democrática, debemos superar algunos paradigmas muy arraigados, por ejemplo, algunas tesis de Mariátegui sobre el problema del indio, que en su tiempo era el problema de la tierra y del control gamonal. Esta idea era exacta hasta los años 1970. En efecto, no eran suficientes políticas educativas o culturales si no se atacaba el tema de la propiedad de la tierra.
Ese “problema del indio” -concentración de la tierra en pocas manos y relaciones de servidumbre con los gamonales- fue resuelto por la propia movilización campesina y la reforma agraria entre 1950 y 1980. Sin embargo, como vemos ahora, la reforma agraria no resolvió el problema del indio entendido como marginación y discriminación. Ciertamente, se registra problemas materiales que incluyen minifundio, baja productividad y pobreza siempre muy honda. Pero en esta crisis aparece una dimensión específicamente política e identitaria que no se explica mecánicamente por las condiciones de vida ni por las dificultades del mercado ni por falta de acceso a servicios.
Si reconocemos esta realidad, la respuesta de la izquierda democrática en el terreno de las políticas públicas podría ser la interculturalidad, incluyendo la universalización de la educación bilingüe, la obligatoriedad de prestar todos los servicios públicos en el idioma dominante en el territorio, el reconocimiento de las prácticas propias en el terreno de la salud y la justicia. En el terreno de la representación política, podríamos pensar en distritos electorales indígenas (quechua, aimara, otros) como hay en Colombia, para asegurar su presencia directa en el parlamento nacional, y quizás también en los consejos regionales y locales, remplazando el sistema de cuotas que ahora existe y que más que asegurar representación contribuye a la fragmentación.
En el terreno de la organización del Estado podría pensarse en la constitución de gobiernos territoriales autónomos en los territorios quechuas y aimaras, siguiendo la ruta trazada en la Amazonía por los gobiernos territoriales autónomos de la nación Wampis y la nación Awajun, redefiniendo radicalmente los referentes territoriales de la descentralización. ¿Podríamos pensar, por ejemplo, en un gobierno territorial autónomo de la nación aimara?
Respuestas de esta índole en el terreno de las políticas, la representación y la organización del Estado no son, por supuesto, fáciles de implementar ni carentes de riesgos. De un lado, obligan a repensar todo el sistema político. Además, en el debate internacional se viene llamando la atención sobre los riesgos de políticas identitarias centradas en reconocimiento y participación terminen restando centralidad y urgencia a las siempre necesarias políticas redistributivas. De otro lado, procesos políticos identitarios pueden generar polarizaciones inmanejables incluso dentro del campo izquierdista y progresista, que lleven a fracasos como el proceso constituyente chileno, como lo ha anotado Nicolás Lynch.
Sin embargo, el reto está planteado y reclama respuestas. No hay manera de evadirlo. Desde la izquierda democrática necesitamos abordar el tema con seriedad si realmente queremos (re)construir una relación política con las poblaciones que hoy se movilizan y si buscamos propuestas de políticas públicas, de representación y organización del Estado que respondan a los problemas estructurales que la crisis actual hace evidente.