El discurso de Dina, el malestar social y la larga falta de cohesión social
El 28 de julio la realidad del poder se nos presentó desnuda. La señora Boluarte, cuya aprobación no llega al 11%, según la última encuesta del IEP, y el Congreso de la República que apenas araña 6%, compartieron una escenificación en la cual se mostraron en toda su miseria. El Congreso, presentando nueva mesa directiva, resultado de la formalización del acuerdo del autonombrado Bloque Democrático, matrimonio de interés entre Fuerza Popular y Perú Libre, santificado por APP a cambio de su presidencia y aplaudido por la mayoría de congresistas, sin importar si se presentan como de izquierda o derecha. Por su lado, la mandataria, resguardada por Otárola y su gabinete, concurriendo a la Avenida Abancay para presidir la celebración nacional y cumplir el rito del mensaje presidencial por la ocasión.
Mientras el espectáculo se desarrollaba, evidenciando descarnadamente como Ejecutivo y Legislativo son sordos a la gente y sus demandas, -80% según la encuesta citada cree que lo más conveniente para el país es que hayan elecciones antes de 2026-, la Policía reprimía violentamente a un grupo considerable de manifestantes en el centro de Lima, mientras que en varias ciudades también se producían movilizaciones y protestas, siguiendo la nueva ola cuyo momento central fue el 19 de julio. La encuesta, dicho sea de paso, no traía novedades mayores. Seis meses atrás Boluarte tenía apenas 5 puntos más de aprobación, el Congreso exhibía idéntica desaprobación, 78% creían que las elecciones debían adelantarse para este año o para el 2024. 58% se identificaban con las protestas que se habían sucedido en diciembre y enero, el mismo porcentaje que lo hace en julio. En este tiempo los números de las percepciones y valoraciones de Lima sobre la situación, se han ido acercando a los que existen en todo el país.
En este escenario, Boluarte afirmó su decisión de sobrevivir hasta el 2026. Anunció que liderará los festejos de los 200 años de la batalla de Ayacucho el próximo año y entregó fantasías y compromisos hasta el 2026 y más allá en el discurso más largo de este siglo. Más de tres horas de números, bonos, promesas y supuestos logros de su gestión, tramposamente presentada como resultado de una gesta democrática que impidió “que los derechos y libertades de los ciudadanos resulten menoscabados por un golpe de Estado”, intentando hacer creer que representa al triunfo de la democracia sobre el autoritarismo como si el 7 de diciembre Castillo no se hubiera suicidado con su patético autogolpe. Insistió cínicamente en que las protestas buscaban derrocar al nuevo gobierno, desentendiéndose de su responsabilidad al reducirlas a enfrentamientos con las fuerzas del orden y callando las más de veinte ejecuciones extrajudiciales, largamente documentadas. En el balance que hiso del país, exhibió su amnesia, olvidando su condición de vicepresidenta y ministra del gobierno de Pedro Castillo, culpado de la parálisis económica, la inseguridad ciudadana y el incremento de la corrupción.
Su “rendición de cuentas” estuvo salpicada de medias verdades, silencios grandes frente a las precariedades de una gestión mediocre, simples mentiras y olvido interesado de temas estratégicos. Ninguna palabra sobre la contracción de la actividad económica, el aumento del déficit fiscal o la tasa de inflación. Silencio y desinterés sobre el 46% de hogares comprando menos alimentos por no contar con ingresos suficientes. Mucho discurso sobre salud y seguridad pero mutis total sobre la incapacidad de ejecución presupuestal de ambos sectores, 18.7% y 13.1% respectivamente. ¿Y el dengue? Mentiras groseras como decir por ejemplo que 20 regiones tienen un servicio oncológico implementado y operativo cuando sólo existen 4, o sostener que la Defensoría estima en cinco mil millones el costo de la protesta social, cuando no hay en esa institución dato al respecto.
Los olvidos son demostración de una opción. Campesinos y comunidades inexistentes; ninguna mención a la agricultura familiar, productora mayoritaria de los alimentos que consumimos. La cuestión ambiental desaparecida en un país en el que la deforestación de la Amazonía avanza a más de 150,000 hectáreas anualmente y el agua para la agricultura es una urgencia y materia de conflicto recurrente. La violencia contra la mujer en menos de tres líneas a pesar de los números de espanto en lo que va del año. Silencio indignante éste último dado el énfasis oportunista de la mandataria en su condición de mujer. Sus promesas en el mismo tono. Grandes cifras sin identificar de dónde salen los recursos, ofertas vacías como la petroquímica del sur y anuncios amenazantes y peligrosos como la implementación de la policía del orden y la seguridad para suplir el déficit de 50,000 policías en base a jóvenes licenciados de las FFAA, contratados temporalmente, capacitados en 6 meses…y armados.
Un discurso dedicado a sus socios del Congreso y una renuncia clara a la política evidenciando su talante autoritario, así como su desinterés y su falta de voluntad para atender la movilización ciudadana. Dirigido a la derecha más dura ofreciendo una bicameralidad de distrito único y vehículo para la reelección de los actuales congresistas-, así como la policía del orden y la seguridad. Ofertas desordenadas, destinadas también a neutralizar, a algunos clientes en una sociedad convulsa que rechaza a ambos poderes del Estado. La escenificación no deja lugar a dudas; queda claro que estamos frente a una clase política terminando de liquidar las últimas formas y el contenido mismo del ejercicio de la democracia y del poder democrático. Una clase política que no obstante la opinión mayoritaria en su contra y la significativa movilización y protesta social, parece “estable” en su posición y su impunidad.
Cohesión social y malestar subjetivo
Distintas argumentaciones parciales intentan explicar la situación. La fragmentación y la heterogeneidad de nuestra sociedad que ha vivido cambios significativos en su estructura social, en sus formas de organización y en los propios repertorios de la acción colectiva, es sin duda alguna muy importante. La crisis de las izquierdas que se agudiza a lo largo de este siglo y que tiene algunos de sus momentos más oscuros en el gobierno de Castillo y la falta de liderazgos sociales y políticos, también lo es. Lo propio puede decirse de la fuerza y las raíces que logra el discurso del emprendedurismo que en su clave neoliberal disfraza su papel excluyente, de camino a la supervivencia. Con ellos, hay otros elementos que también aparecen en las encuestas y a los que no siempre les prestamos atención.
En este marco, un concepto tan viejo como polémico de las ciencias sociales, cohesión social, empieza a reaparecer. CEPAL, a inicios de siglo la definía como “la dialéctica entre mecanismos instituidos de inclusión y exclusión sociales y las respuestas, percepciones y disposiciones de la ciudadanía frente al modo en que ellas operan.” [1] Los mecanismos contemplados incluyen el empleo, los sistemas educacionales, la titularidad de derechos y las políticas de fomento de la equidad, el bienestar y la protección social, entre otros. Los comportamientos y las valoraciones de los sujetos agregan ámbitos muy diversos como la confianza en las instituciones, el capital social, el sentido de pertenencia y solidaridad, la aceptación de normas de convivencia y la disposición a participar en espacios de deliberación y en proyectos colectivos. Este enfoque comprende la cohesión social como medio y fin en sí mismo; es decir, depende de la mejora de las condiciones de vida, la pertenencia y las percepciones, pero también influye sobre ellas. Las percepciones tienen entonces relación directa con el grado de cohesión social. Los indicadores objetivos evalúan brechas existentes en las dimensiones económicas y sociales (vgr desigualdad de ingresos, empleo, acceso a servicios, etc.). Los subjetivos por su parte, apuntan a percepciones y experiencias (vgr. democracia, instituciones del Estado, organización, pertenencia a la sociedad, etc.)
A la pregunta de si Perú es una democracia, el Barómetro de las Américas del 2019 indicaba que el 66% de encuestados creía que sí. La última medición del IEP a la que estamos haciendo referencia, muestra que ese porcentaje cae a 51%. La insatisfacción con la democracia venía de años atrás. El Latinobarómetro 2021 registraba que 83.8% de los encuestados se encontraba muy insatisfecho y nada satisfecho con la democracia, 85.9% pensaba que se trataba del gobierno de unos cuantos poderosos para su beneficio propio, 81.7% precisaba que en ella había una distribución injusta o muy injusta de recursos y servicios. La misma medición, el año 2023 muestra que sólo 8% de la población del país está satisfecha con la democracia (el porcentaje más bajo de la región) y que 90% creen que los partidos son inútiles y funcionan mal (el caso más extremo). Según el informe, 93 % cree que los ciudadanos cumplen poco o nada las leyes, frente a 84 % en promedio en los otros 16 países. 81 % considera que las personas son poco o nada iguales ante la ley. 74 % percibe que el acceso a la educación es injusto o muy injusto; en el caso de la justicia, 89 % hace lo propio y en el de salud, 76.1%. No necesitamos dar números sobre la confianza en las instituciones porque son notorios. Mirando los indicadores de pertenencia en esa medición, vemos que sólo el 10% cree que es posible confiar en la mayoría, sólo 44% cree que la población es exigente con sus derechos, 80% piensa que la mayoría es poco o nada consciente de sus obligaciones y deberes (porcentaje regional más alto), 34% dijo haberse “arreglado” para pagar menos impuestos de lo que le correspondía, mientras 63 % cree que hay poca o ninguna solidaridad con los pobres.
No es exagerado decir que el grado de cohesión social es casi inexistente. Hay una alta desconfianza interpersonal; una demanda muy fuerte por acceso a servicios básicos y a justicia y muy limitado acceso; una desconfianza generalizada en los representantes, los partidos políticos y las instituciones, así como una disposición a la transgresión (evadir impuestos o declararse enfermo para no trabajar) que afecta la solidaridad. Los altos niveles de malestar que muestran estas percepciones indican las largas y múltiples desigualdades que vivimos tanto como la desconexión entre el debate político, la política y las demandas de la gente; son indicio también de formas de transgresión que corresponden al mundo de la informalidad. Explicar nuestros problemas por una crisis de valores, como intentan algunos es tan ingenuo o interesado como Jaime de Althaus alentando a Boluarte y al Congreso a dar un salto de calidad en la aprobación de normas, reformas y gestión para reforzar el “incipiente” impulso reformista que descubre en el discurso de la mandataria. El malestar subjetivo es un problema en sí mismo que debería empujar cambios para enfrentar desigualdades.
Un reciente informe del BID, de esos que les gustan a nuestros liberales y empresarios muestra la correlación que existe entre desconfianza, informalidad y baja productividad, dejando en claro que la subjetividad, la confianza en este caso, es indispensable para la cohesión social. Desde la izquierda democrática debemos construir una propuesta de tres dimensiones: la primera es ética y alude a consensos básicos alrededor de la memoria histórica, la convivencia y el futuro, implicando tanto el sentido de pertenencia como el reconocimiento de la diversidad; la segunda es estructural y se refiere a la igualdad, mientras que la tercera es institucional y su terreno es la política que es el campo en el que se confrontan los distintos proyectos de orden social y organización de la sociedad, lo que implica participación y pluralismo.
[1] Martín Hopenhayn: Cohesión social en América Latina y el Caribe: una revisión perentoria de algunas de sus dimensiones, en Ana Sojo y Andras Uthoff (ed.): Cohesión social: una perspectiva en proceso de elaboración, CEPAL, Santiago de Chile, 2007