La sociedad contra el Estado. La crisis peruana y los tenientes gobernadores aymaras.

Puno es una de las regiones del Sur andino peruano que, desde la instalación del actual gobierno de Dina Boluarte el 7 de diciembre del 2022, mantiene una situación constante de rechazo y protesta activa en contra del régimen. En el conjunto de la región, especialmente después de los asesinatos ocurridos en las protestas del 9 de enero del presente año, el descontento por los sucesos de diciembre pasado se empalmó con la indignación por el uso abusivo de la fuerza, causante de 17 muertos y un número indeterminado de heridos.


Que hay responsables directos por sucesos trágicos como el ocurrido entonces, es tan cierto como la responsabilidad política que recae en las altas autoridades del gobierno, comenzando por Dina Boluarte y Alberto Otárola. Más aún si se trata de un gobierno rodeado de un nivel de ilegitimad que en lugares como el Sur andino alcanza las cifras más elevadas (84% de desaprobación de acuerdo a la última encuesta de opinión del IEP correspondiente a junio de 2023).


Sin embargo, a ojos de la población la responsabilidad de los causantes de los asesinatos, se envuelve en una interpretación todavía más amplia, que atribuye el orden de cosas a los abusos del Estado. Esto ocurre especialmente en Puno, donde a diferencia de otras regiones todavía existe una sociedad regional con cierto nivel de organización y representación, que no se agota en la actividad partidaria y gremial, sino que se refleja fundamentalmente en los tejidos sociales locales, en formas de organización asentadas en referentes territoriales, así como en movimientos sociales vinculados a ellos.


En dicho escenario, vienen adquiriendo especial importancia las instancias comunitarias, no solo porque expresan un tejido territorial estrechamente asociado a formas de organización social indígenas (aymaras y quechuas), sino porque en las circunstancias actuales se han convertido en una plataforma fundamental para la sobrevivencia, así como para la negociación colectiva en relación al boom de actividades como la minería extractiva. Esto resulta visible en el hecho de que Puno es la región del país con la mayor cantidad de comunidades campesinas e indígenas andinas, con cerca de 1,300 de ellas sobre un total nacional de alrededor de 10,000 comunidades. Un dato interesante es que Puno, además, es la región con la mayor intensidad de reconocimiento de dichas comunidades. Pero, además, ocurre que el intenso proceso de comunalización (creación y recreación permanente de las comunidades a lo largo del tiempo) expresa la presencia viva de sociedades indígenas quechuas y aymaras, asentadas fundamentalmente en el Norte y Sur de la región, respectivamente.

Especialmente en el Puno aymara, dicha presencia se halla acompañada de una mayor ascendencia de las autoridades étnicas tradicionales, hecho que puede notarse en la figura de los denominados tenientes gobernadores. El nombre proviene de una categoría administrativa estatal, asociada a la implementación del sistema de poder gubernamental articulado por las prefecturas y subprefecturas a lo largo y ancho del territorio, durante los siglos XIX y XX. Los tenientes gobernadores eran los ayudantes de los subprefectos a nivel local, de modo que permitían extender la presencia del Estado hasta los confines de la sociedad. Supeditados a prefectos y subprefectos, teóricamente representaban el último brazo del Estado en los ámbitos locales.


Sin embargo, en las zonas aymaras de Puno, dicha figura terminó envolviendo la recreación de las autoridades étnicas tradicionales, denominadas desde antaño como jilacatas o hilacatas. Se trata de los antiguos “mandones” o “autoridades de la tierra” descritos profusamente en los documentos coloniales, cuya presencia se adecuó a la expansión estatal en tiempos republicanos, subsumiéndose en las categorías administrativas oficiales, pero manteniendo en la práctica sus rasgos y atributos étnicos. Esto es algo que hace sumamente particular al mundo aymara, a diferencia de otras zonas indígenas andinas del país.


Luego de la revolución de Túpac Amaru, el sistema nobiliario indígena y los cacicazgos fueron severamente reprimidos y afectados en todo el Sur andino. Posteriormente, desde inicios de la República se canceló por completo la figura de los caciques étnicos. Sin embargo, continuaron existiendo formas locales territoriales de administración y autoridad, vinculadas a la organización social de los ayllus y parcialidades tradicionales. Recién desde inicios del siglo XX, se acabó de imponer oficialmente la denominación de comunidades, finalmente reconocidas estatalmente, que se empalmaron de diversas formas con la compleja organización social étnica.


A partir del velasquismo, proliferó la organización comunal basada en el modelo cooperativo, cuyas autoridades (presidente, secretario, tesorero y otros cargos comunales) prácticamente reemplazaron a las antiguas autoridades. Mientras que en buena parte del mundo quechua el sistema de alcaldes de vara o varayocs terminó de ser desplazado por la organización comunal adecuada a las normas estatales, en la zona aymara de Puno más bien se sobrepuso la figura de los tenientes gobernadores. Por eso en las comunidades de las provincias y distritos aymaras, los actuales tenientes y tenientas tienen más poder que los presidentes de comunidad. Se trata de un caso particular de reproducción y recreación de la soberanía étnica indígena, por encima de la propia soberanía estatal en los territorios aymaras.


El sistema de autoridad étnica de los tenientes gobernadores, es además una figura política asociada fuertemente a la ritualidad religiosa aymara. Cada año los tenientes y tenientas no solo deben jurar el cargo ante las autoridades estatales, sino también ante divinidades indígenas, acompañados por sus comunidades, con rituales que legitiman el uso de los bastones de mando. Dichas varas se fabrican especialmente de chonta, una madera asociada a la figura de Illapa (divinidad de los truenos y relámpagos), y es primorosamente adornada con una cinta rojiblanca (los colores de la bandera peruana) y otros aditamentos, como monedas de plata e incrustaciones de anillos de metal.


La presencia de los tenientes se encuentra organizada territorialmente, a partir del nivel interno de las propias comunidades, proyectándose más allá, mediante agrupaciones que corresponden a grupos de comunidades, así a los distritos y provincias. Es una lógica propia, que no se encuentra supeditada al Estado, sino que más bien actúa como correa de transmisión de la soberanía étnica en el espacio público. Por esa razón, al igual que en otros momentos de crisis política nacional, regional o local -como ocurrió en el 2004 luego de la muerte del alcalde de Ilave, Cirilo Robles Callomamani- actualmente vemos el protagonismo de los tenientes gobernadores, representado y organizando la movilización de sus comunidades.


Ahora no se trata de un conflicto de poder local, sino de la defensa de la legitimidad del voto, y de la propia sociedad indígena frente a los abusos del Estado. Antes que un desconocimiento de la peruanidad, se trata del viejo reclamo de un Estado que refleje también a los pueblos indígenas, en este caso a las comunidades aymaras que, desde diciembre pasado, han pasado a protagonizar una fuerte resistencia al cambio de poder ocurrido en las alturas del poder oficial. De allí que reiteradamente, en estos meses de crisis, hemos apreciado cómo en diversas localidades aymaras, bajo el mando de los tenientes gobernadores, la población ha desconocido la presencia de los representantes de un gobierno considerado ilegítimo: policías, militares y hasta subprefectos han sido rechazados abiertamente. Al mismo tiempo, se encuentra activa una movilización permanente en contra del régimen de Boluarte, por haber cometido asesinatos que han levantado la exigencia de justicia y verdad. Esto no es algo que vaya a desactivarse fácilmente, y menos en un contexto de generalizada crisis de representación política.


Uno de los procesos fundamentales de cambio en la sociedad peruana durante las últimas décadas, ha sido la profunda desestructuración social causada por el predominio de un modelo de acumulación, crecimiento y desarrollo que ha destruido los tejidos sociales previos, así como las formas de representación política previamente protagónica (reflejadas en partidos, organizaciones y movimientos de los cuales actualmente apenas quedan sombras). En este escenario, los vínculos entre Estado y sociedad se han vaciado de intermediación efectiva, asociada además a una aguda despolitización de los sentidos comunes y las expectativas en torno al futuro y el progreso. Sin embargo, en los niveles locales y regionales es que puede apreciarse la importancia de un nivel de organización comunitaria que aún existe y reclama respeto. La crisis desatada desde diciembre del 2022, ha conducido a algo que podemos describir con la frase utilizada por el antropólogo Pierre Clastres: la sociedad contra el Estado. [1] En todas las sociedades en que paralelamente a la presencia estatal subsisten sociedades indígenas con sistemas propios de organización política y de la autoridad, hay un vínculo muy complejo que revela las inconsistencias de la construcción republicana y de ciudadanía. En Puno, todo el significado y dimensión de la sociedad movilizada en contra de los abusos e ilegitimidad del poder estatal, se refleja en el protagonismo actual de los tenientes gobernadores y sus comunidades. Ellos representan muy bien la dignidad de una sociedad que reclama tanto ser peruana como seguir siendo aymara.


[1] Pierre Clastres, La sociedad contra el Estado. Barcelona: Virus editorial, 2010.